Inversamente proporcional, tan pequeña con su metro cuarenta de estatura como gigante en su talento llegó a Los Peinados Yoli con sus propias aspiraciones y su camino marcado: ella quería ser famosa.
Nacida Marta Gloria Handfus, nieta de la gran actriz judía Bela Ariel, marcó su impronta a fuego, no tanto por los aportes creativos cuanto por el carácter y los tonos que nos impondría. Mujer fiel a su imagen, la recuerdo más como imagen que como mujer.
Era una rubia ceniza enormemente diminuta, con panza camisa y divina nariz judía, atributos ambos que la tele le borró por razones de cartel.
Esa vocecita deliciosa y atractiva cantaba y declamaba porque en los 80 ser cantante era lo más cercano a la fama que se podía imaginar. Pero el tiempo transmutó los cánones de la fama y le dio, como ya vieron , nuevas ideas que le cambiaron (aunque no tanto) el rumbo.
Madre del “cabicha” para definir lo mínimo y pobre, del “puto” espetado con una ronca risa como un halago mayor, del tono arrastrado de madre moishe para hablar, tenía cuando la conocí un departamento de casada en Caballito lleno de supermanes de todo tipo, libros con fotos de cine, objetos con el logo de coca, marylines, bogarts, globos, ceniceros y cuanta imaginería sesentosa se pueda imaginar. Su casa era una salita de juegos y ella era el almohadón rosa de peluche más acogedor y peligroso de la salita.
Y lo nuestro fue un amor odio inmediato y eterno.
Saltábamos de andar a cococho por Chacarita (ella a upa mío, obviamente) a la tardecita en los descansos del ensayo a arrancarnos los ojos con discusiones de lenguas tan afiladas que dejaban a los muchachos malheridos y agotados de tanto puterío insano.
Ësta es la verdad de la milanesa y el gran secreto de nuestra disputa, sólo la miseria de los celos femeninos, dos mujeres poderosas enfrentadas por nada: yo nunca sería una cantante famosa y ella nunca sería la madre de Los Peinados Yoli. Un poco de sentido común nos hubiera ahorrado esta separación o le hubiera dado, al menos, un buen fundamento.
Ya distanciadas sin embargo, tuvimos un roce impersonal en el que nunca la nombré pero le dediqué directa y certeramente un golpe samurai de ésos que cortan siete cuerpos apilados de un sablazo y del que no me arrepiento. Reuní el devastado ejército, cerré filas, arengué a las tropas y publiqué todas la gacetillas que pude: no le permitiría, a ella ni a nadie, usar el nombre de los Yoli en vano y sin consultar.
Fuera de estos detalles escandalosos, Gloria habló de sí muy claramente a través de su carrera: de Pepito Cibrián a los Yoli, de allí a cantante de rock (con mucho brillo), sin más a la troupe de señoritas Olmedo y por fin el hoy (con algunos otros pasos de rockanroll), cuando transita orgullosa por los tangos en idish, haciendo honor a sus orígenes.
Déjenme hablarles de enorme placer que era estar con ella en el escenario, recuerdo miles de miradas y sonrisas arrobadas.
Tanta era la gloria (válgame la redundancia) de trabajar con ella que en el show que hicimos un 31 de diciembre en El Murciélago, me sorprendí en medio de un orgasmo al bajar del escenario.
Y ahora es que recuerdo el porqué de su nombre.
Un día Marito Filgueiras, encantado con alguna gracia de la petisa le espetó la mariconada “¡Ay, sos divina, Gloria!”. Ella eligió el Divina. Yo le dedico la Gloria.
Nacida Marta Gloria Handfus, nieta de la gran actriz judía Bela Ariel, marcó su impronta a fuego, no tanto por los aportes creativos cuanto por el carácter y los tonos que nos impondría. Mujer fiel a su imagen, la recuerdo más como imagen que como mujer.
Era una rubia ceniza enormemente diminuta, con panza camisa y divina nariz judía, atributos ambos que la tele le borró por razones de cartel.
Esa vocecita deliciosa y atractiva cantaba y declamaba porque en los 80 ser cantante era lo más cercano a la fama que se podía imaginar. Pero el tiempo transmutó los cánones de la fama y le dio, como ya vieron , nuevas ideas que le cambiaron (aunque no tanto) el rumbo.
Madre del “cabicha” para definir lo mínimo y pobre, del “puto” espetado con una ronca risa como un halago mayor, del tono arrastrado de madre moishe para hablar, tenía cuando la conocí un departamento de casada en Caballito lleno de supermanes de todo tipo, libros con fotos de cine, objetos con el logo de coca, marylines, bogarts, globos, ceniceros y cuanta imaginería sesentosa se pueda imaginar. Su casa era una salita de juegos y ella era el almohadón rosa de peluche más acogedor y peligroso de la salita.
Y lo nuestro fue un amor odio inmediato y eterno.
Saltábamos de andar a cococho por Chacarita (ella a upa mío, obviamente) a la tardecita en los descansos del ensayo a arrancarnos los ojos con discusiones de lenguas tan afiladas que dejaban a los muchachos malheridos y agotados de tanto puterío insano.
Ësta es la verdad de la milanesa y el gran secreto de nuestra disputa, sólo la miseria de los celos femeninos, dos mujeres poderosas enfrentadas por nada: yo nunca sería una cantante famosa y ella nunca sería la madre de Los Peinados Yoli. Un poco de sentido común nos hubiera ahorrado esta separación o le hubiera dado, al menos, un buen fundamento.
Ya distanciadas sin embargo, tuvimos un roce impersonal en el que nunca la nombré pero le dediqué directa y certeramente un golpe samurai de ésos que cortan siete cuerpos apilados de un sablazo y del que no me arrepiento. Reuní el devastado ejército, cerré filas, arengué a las tropas y publiqué todas la gacetillas que pude: no le permitiría, a ella ni a nadie, usar el nombre de los Yoli en vano y sin consultar.
Fuera de estos detalles escandalosos, Gloria habló de sí muy claramente a través de su carrera: de Pepito Cibrián a los Yoli, de allí a cantante de rock (con mucho brillo), sin más a la troupe de señoritas Olmedo y por fin el hoy (con algunos otros pasos de rockanroll), cuando transita orgullosa por los tangos en idish, haciendo honor a sus orígenes.
Déjenme hablarles de enorme placer que era estar con ella en el escenario, recuerdo miles de miradas y sonrisas arrobadas.
Tanta era la gloria (válgame la redundancia) de trabajar con ella que en el show que hicimos un 31 de diciembre en El Murciélago, me sorprendí en medio de un orgasmo al bajar del escenario.
Y ahora es que recuerdo el porqué de su nombre.
Un día Marito Filgueiras, encantado con alguna gracia de la petisa le espetó la mariconada “¡Ay, sos divina, Gloria!”. Ella eligió el Divina. Yo le dedico la Gloria.
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