Listos para presentarnos al mundo (y tal vez un poco bastante antes) debíamos elegir el nombre que portaríamos como un estandarte de la modernidad, nuestro escudo de armas, el título que todos recordarían por tiempos inmemoriales, la bandera que enarbolaríamos en cada batalla.
La cuestión, aunque fuera de mucho peso y digna de largas consideraciones, se dirimió a lo Yoli: cada uno puso el nombre de su elección escrito de puño y letra y con la misma birome bic roja en una hoja de carpeta cortada en equitativos pedacitos dentro de un sombrero, y seríamos bautizados con el que saliera por azar.
Casi todos apuntamos a algo sofisticado y, en lo posible, posmoderno, que nos señalara como la punta de lanza de un movimiento artístico único e internacional.
Sin embargo, el destino sacó el papelito desprolijamente doblado que decía:
“LOS PEINADOS YOLI”.
El “casi” se llamó Batato y marcó la diferencia, redefiniendo el glamour con este apelativo que nos colocaba en algún punto entre Tita Merello y Annie Lennox .
El muchacho, oriundo de Rojas, había recordado a la Yoli de su infancia en el pueblo, una maestra gorda que tenía por costumbre besarse fogosa e imperativamente con su frágil novio en la plaza del centro a la vista de quien quisiera enterarse de que ella también tenía de donde agarrarse.
La imagen bizarra había quedado grabada a fuego en la retorcida cabecita del colorado, que la celebró bautizándonos sin querer para siempre.
Lo de los peinados no sé si venía a cuento de algún estilismo de la maestrita, pero nos hicimos cargo empezando a lucir cortes de pelo cuanto más raros mejor, costumbre que casi me cuesta una oreja en un corte casero que me hizo Any, con tijeras profesionales y poca habilidad para diferenciar carne de pelo.
Seguramente tuvimos algún síntoma de rebelión ante semejante bautismo(todavía hoy me preguntan si éramos peluqueros) pero al final nadie se atrevió a refutar lo que la suerte había dictado: seríamos sin lugar a dudas LOS PEINADOS YOLI .
La cuestión, aunque fuera de mucho peso y digna de largas consideraciones, se dirimió a lo Yoli: cada uno puso el nombre de su elección escrito de puño y letra y con la misma birome bic roja en una hoja de carpeta cortada en equitativos pedacitos dentro de un sombrero, y seríamos bautizados con el que saliera por azar.
Casi todos apuntamos a algo sofisticado y, en lo posible, posmoderno, que nos señalara como la punta de lanza de un movimiento artístico único e internacional.
Sin embargo, el destino sacó el papelito desprolijamente doblado que decía:
“LOS PEINADOS YOLI”.
El “casi” se llamó Batato y marcó la diferencia, redefiniendo el glamour con este apelativo que nos colocaba en algún punto entre Tita Merello y Annie Lennox .
El muchacho, oriundo de Rojas, había recordado a la Yoli de su infancia en el pueblo, una maestra gorda que tenía por costumbre besarse fogosa e imperativamente con su frágil novio en la plaza del centro a la vista de quien quisiera enterarse de que ella también tenía de donde agarrarse.
La imagen bizarra había quedado grabada a fuego en la retorcida cabecita del colorado, que la celebró bautizándonos sin querer para siempre.
Lo de los peinados no sé si venía a cuento de algún estilismo de la maestrita, pero nos hicimos cargo empezando a lucir cortes de pelo cuanto más raros mejor, costumbre que casi me cuesta una oreja en un corte casero que me hizo Any, con tijeras profesionales y poca habilidad para diferenciar carne de pelo.
Seguramente tuvimos algún síntoma de rebelión ante semejante bautismo(todavía hoy me preguntan si éramos peluqueros) pero al final nadie se atrevió a refutar lo que la suerte había dictado: seríamos sin lugar a dudas LOS PEINADOS YOLI .
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