Los Yolis después de las fotos de Olkar Ramírez

Los Yolis después de las fotos de Olkar Ramírez
La foto que más me gusta (Doris Night, Tino Tinto, Divina Gloria, Dennis Pannullo y Ben Gala)

domingo, 25 de julio de 2010

Strip Tease (la era preyoli)



Bailaba danza contemporánea en el ballet ciclos, de Alicia Orlando, y habíamos conseguido que la Municipalidad nos diera un espacio para bailar folklore latinoamericano en San Telmo los domingos por la tarde, pero era ad honorem (cultura sí, platita no) y las cuentas pasaban por debajo de la puerta de mi departamento sin preguntar si podía pagarlas.
Mi enorme imaginación me dio la respuesta: debía comprar el diario y buscar trabajo. Y ¡aleluya!, los avisos pidiendo bailarina eran muchos.
Con el uniforme de guerra –medias can can rosa, pollera escocesa hasta las rodillas, buzo blanco y zapatitos abotinados negros- me apersoné en la dirección anunciada, Talcahuano a pasitos de Corrientes.

No era, evidentemente, un teatro. Descendí la escalera con el diario bajo el brazo y cargando el enorme bolso de bailarina –lleno de todo lo que podría necesitar en el largo día de peregrinación por clases y ensayos- y a medida que bajaba hacia una ciudad que no conocía el vaho subía: una fetidez inconfundible y ácida, mezcla de cigarrillos apagados, alfombra sucia, licor barato y mugre.

Y no, no era ni un teatrito. Era un puticlub, un cabarute llamado Shaila, en el que me recibió el dueño, un señor altamente desprolijo, que rápidamente me explicó que eran tres entradas por noche, la paga y me pasó con el encargado del local, aún más siniestro y expeditivo en sus dichos. Flaco y alto, con unos anteojos de vidrios como culos de botellas enmarcados en plástico marrón, me advirtió sobre la regla de oro: no confraternizar con las otras bailarinas y mucho menos con las chicas de sala, y me transfirió con el coreógrafo, una marica pasadita de años que debía ganarse el jornal poniéndome una coreografía, cosa que decliné amablemente y pasé a subirme a la tarima que hacía las veces de escenario, poner la música –el bolso incluía grabador y cintas- y mostrar todas mis habilidades. Cerramos en un playback de Rita Lee seguido del eterno streep tease con Melody de los Stones.

Me preguntaron si tenía conchero y seguramente por mi cara se dieron cuenta de que no sabía de qué estaban hablando, así que pasaron a explicarme que se trataba de una pequeño trapito con unas ataduras de elástico que cubrían la conchita (de ahí su delicado nombre) ajustadamente dejando ver sólo lo que se debía ver, que era todo los demás.
Debo reconocer que el primero me lo hice mal, con lo cual la conchita que debía permanecer lejos de la vista del público quedó completamente exhibida durante la primera función, por lo que me mandaron una copera experimentada para resolver la cuestión, y felizmente nuevo conchero y conchita se quedaron en su lugar como dios manda.

Las noches encerrada allí eran eternas. En el camarín, en el fondo del salón y separado de éste por una cortina negra, compartía el rato con una selección dantesca de mujeres. Las había con pocos dientes y llenas de hijos que iban a ganarse el pan, las esposas de presos que tenían que mantener ambas familias (la propia y la del preso), las jovencitas esculturales recién llegadas de alguna provincia inundada que preferían desnudarse a limpiar casas, las putas viejas de tetas y traste flojos y sin ganas de seguir cogiendo por monedas, las chicas de las villas creídas de que estaban comenzando una promisoria carrera como vedettes, el inefable asistente –uno más entre las mujeres-, que recogía y nos devolvía la ropa que nos quitábamos, encorvado y rengo, el pelo sucio pegado al cráneo, tartamudo, desdentado y pajero, y yo, que como les conté, los domingo llegaba en mi bici de bailar folklore, con galletitas de cereal y un litro de leche para pasar la noche.

La historia fue breve: una de las chicas se percató de que yo podría aconsejarla mejor que el coreógrafo oficial y nos encontramos a tomar un té en la esquina antes de entrar. Nos vieron. Nos suspendieron sin paga y fue suficiente: no volví a entrar jamás en un piringundín, pero seguí haciendo el strip para siempre.

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