Destinado por quién sabe qué angélicos designios, debió luchar por ser quien era desde su mismo nacimiento.
Su padre quería llamarlo Pietro, pero la justicia –en manos de los empleados de algún registro civil- decidió que tal nombre no estaba permitido y tampoco se permitiría, así que el viejo se tuvo que conformar y acercarse a lo posible: lo llamó Salvador y le puso al lado el Pedro que al menos sonaba parecido.
Maricón, le decían en el colegio. Pero no podía volver llorando a casa a contarle a papá, el tano lo habría mirado con un desprecio parecido al de la escuela. Tenía que tragarse las lágrimas o llorar a escondidas, que al fin y al cabo es lo mismo: le quedó el estómago hecho trizas pero no por eso dejó de ser gay.
Hay que estar.
Después de no poder tener el nombre que tenía que tener ni ser lo maricón que tenía que ser (aunque verán que conserva ambas virtudes, a pesar de todo), le enviaron otra prueba de coraje y hombría: Pietro se puso a escribir historias desde que tuvo un lápiz en la mano. No hacía dibujitos ni garabatos: contaba cuentos.
Él dice que no tolera la idea de que algo sea olvidado, pero también piensa –mesándose la barba nada imberbe- que tal vez no quiera olvidarse de nada y por eso lo escribe.
Y por las dudas lee todas las historias contadas por los demás y guarda todos los objetos abandonados por los demás, no sea cosa que quede sin recordar un abrazo, una ilusión, una copia ni una mesita. No sea cosa que la memoria (incluso la de un insignificante cuadrito de una señora con pañuelo en la cabeza comprado en una venta de garage por dos pesos) se extravíe y alguna historia quede sin contarse y recordarse.
Tan absorto estaba escribiendo historias que debían ser contadas, que se olvidó de estudiar para el colegio y repitió el año.
El padre sentenció –Ahora no escribís más-.
Claro que el joven Pietro, lejos de ser sumiso, ya había adquirido cierto entrenamiento para ser y hacer todo lo que le decían que no podía.
Además, y por sobre todas las cosas, debía escribir.
Así que se montó un escritorio de mentirita en el patio de la casa familiar, se llevó las biromes y los cuadernos necesarios para pernoctar por si la toma del patio se extendía , y por toda protesta se puso a escribir allí sentado, a la vista de todos y desafiando abiertamente el mandato paterno.
Los padres se lo encontraron en su campamento literario cuando salían. Él escribía sin parar y ni los miró.
Se fueron, los viejos, arregladitos como estaban de compras para el almacén y cargando con su resignación. No había caso: de escribir no iba a parar tampoco.
Pietro es memorioso, pero escribe y junta por las dudas. Selecciona y archiva, y aunque se olvide de dónde guardó el archivo, como tiene todo guardado algún día lo encontrará.
Y para buscar debe pasearse entre sus muñecos desmembrados, valijas llenas de todas las páginas que escribió, programas de los espectáculos a los que asistió, notas, cintas VHS, muebles de peluquería, redes de pesca, sillones obsequiados cuyos colores detesta, cajas de sombreros, abrigos de peluche rosa mazapán, muñequitos de chocolate Jack, remeritas de su infancia Parchís, afiches imposibles, recuerdos que nadie recordaría si él no lo hiciera y claro, libros y mas libros (los recuerdos que otros ya recordaron y le aliviaron el trabajo).
Pero además, Pietro es un hombre bello que parece resguardarse de su belleza (ay, es que toda la gente dice que la belleza es un atributo femenino, se asombra) detrás de una barba y un bigote sin los que se siente desnudo.
Pero no sólo la belleza ésa le tocó. También tuvo la suerte –aunque le duela el estómago y la desilusión lo enferme y piense en lo horrible de tragarse no sé cuántos metros de cable para que te miren la panza y te la filmen (no te preocupes querido, estamos cerca de los realities endoscópicos)- decía que tuvo la suerte de ser un creador, con todo lo indefinible que crear pueda ser en una sola vida, con un solo cuerpo, con una sola sociedad albergando a una sola familia para elegir por vez.
Y no me recibiría si, desconfiado como es, no tuviera una gran confianza en sus instintos, su gata vieja –a la que quiero recordar como Rafaella porque suena a la Carrá- y su perra sorda.
Y no lo haría, es evidente, con una torta de merengue ni con crema chantilly y muchos menos comprada hecha. De ningún modo. Pietro hace sus tortas con nueces pecan recogidas por él mismo y frutillas frescas, te va a buscar a la estación sin ninguna duda de que va a reconocerte –en todo caso le chiflás a los perros y si uno no se da vuelta el dueño es Pietro- y te acompaña todo el viaje, de ida y de vuelta.
Y no está solo. Contra todas las predicciones, el muchacho está acompañado por un joven tímido pero con la agudeza de un halcón.
Pietro eligió, aunque más no sea porque era lo único que podía hacer, una vida, unas cuantas luchas y unamemoria puntillosa e imbatible.
Eligió el coraje de vivir siendo quien es aunque cada vez que quiera ser algo todos quieran impedírselo únicamente porque es su destino.
domingo, 19 de septiembre de 2010
martes, 14 de septiembre de 2010
La mañana.
Como todas las mañanas dejó su casa para ir a trabajar.
Hacía frío y no pensaba en nada.
En la calle, la fauna cotidiana y el tránsito eran invisibles.
Pero vio las interminables filas de carteles, afiches, volantes, paradas de ómnibus, quioscos de diarios con portadas fulminantes, radios encendidas, ofertas, créditos, oportunidades, teles de bar, tantas cosas para desear, que el pecho se le frunció un poco de desesperanza.
No vio a los tres tipos que todavía dormían en la vereda tapados con cartones ni al pibito descalzo tan apurado que casi lo atropellan, pero se apenó porque su celular no pasaba música, le dio rabia la foto del crucero que no iba a hacer con esa gente bronceada, sonriente y tranquila bebiendo daikiris bajo la luz del sol del caribe, le volvieron las ganas del plasma enorme aunque no hubiera nada para ver, la envidia casi le provocó una náusea cuando el auto último modelo con el cabrón acicalado acompañado por una mina más último modelo que el auto que le tocaba la pierna le paró a cinco centímetros, porque tenía el cuello del saco levantado y la bufanda tan enroscada que no miró bien si podía cruzar, la rabia le reptó ácida cuando se acordó que no tenía reloj porque se lo habían robado una semana atrás junto con las fotos de los chicos y los veinte pesos que tenía en la billetera de tela de avión que sí pudo comprar en la calle cuando le robaron la anterior, la mirada al cartel de los descuentos para viajeros frecuentes de una línea aérea le dio un leve retorcijón, a él, que se había tomado la última vacación tres años antes en Santa Teresita y había llovido cuatro de los siete días..
En el vagón de subte, la bronca se le puso más consistente y con destino seguro. La gente subía y subía, y con la gente que subía el aire se hacía más irrespirable, el espacio más pequeño, la intimidad más atemorizante. La vieja estúpida le clavaba el paraguas inútil transformado en un arma mortal con la punta para arriba como lo llevaba. La boluda con los dos chicos gritones destinados al hacinamiento desamorado de alguna guardería. El cana con los auriculares y la mirada perdida, seguro que estaba pensando en romperle la cabeza a alguien.
Estación Pasco, ni la mitad del viaje había pasado y, no podía faltar, subió una marica con las cejas depiladas, un jean ajustado que le marcaba el orto (qué buen orto) y la manicura en los dedos llenos de anillos mas tres pulseras de oro en la muñeca. Y la negrita disfrazada de rubia que parecía que se había puesto la ropa con calzador y le meneaba las tetas pocos centímetros más debajo de los ojos haciéndolo sudar no de deseo sino de asco.
De pronto, se sintió cansado de llevar esa piedra en el pecho, ese peso que arrastraba por la vida sin saber de dónde había salido, de esa contienda declarada quién sabe cuando contra el mundo entero.
Abrió bien los ojos y se enderezó. No era tan petiso al fin y al cabo, el aire allá arriba se respiraba mejor. La muchedumbre empezó a tomar color despacito y de a pinceladas. Las bufandas marrones eran naranjas, verdes, violetas. Los gorros grises, amarillos y púrpura. El manicomio empezó a tomar forma definida, el zoológico se humanizó, la mescolanza se organizó en diversidad.
Complicado se le transformó en combinado, combinado en colega, colega en compañero, compañero en compasión, compasión en comprensión y de ahí al corazón hubo un solo paso.
Salió del vagón, subió las escaleras hasta la calle, se sacó los lentes y se frotó los ojos.
Eran las nueve de la mañana del 13 de agosto y había salido el sol.
Hacía frío y no pensaba en nada.
En la calle, la fauna cotidiana y el tránsito eran invisibles.
Pero vio las interminables filas de carteles, afiches, volantes, paradas de ómnibus, quioscos de diarios con portadas fulminantes, radios encendidas, ofertas, créditos, oportunidades, teles de bar, tantas cosas para desear, que el pecho se le frunció un poco de desesperanza.
No vio a los tres tipos que todavía dormían en la vereda tapados con cartones ni al pibito descalzo tan apurado que casi lo atropellan, pero se apenó porque su celular no pasaba música, le dio rabia la foto del crucero que no iba a hacer con esa gente bronceada, sonriente y tranquila bebiendo daikiris bajo la luz del sol del caribe, le volvieron las ganas del plasma enorme aunque no hubiera nada para ver, la envidia casi le provocó una náusea cuando el auto último modelo con el cabrón acicalado acompañado por una mina más último modelo que el auto que le tocaba la pierna le paró a cinco centímetros, porque tenía el cuello del saco levantado y la bufanda tan enroscada que no miró bien si podía cruzar, la rabia le reptó ácida cuando se acordó que no tenía reloj porque se lo habían robado una semana atrás junto con las fotos de los chicos y los veinte pesos que tenía en la billetera de tela de avión que sí pudo comprar en la calle cuando le robaron la anterior, la mirada al cartel de los descuentos para viajeros frecuentes de una línea aérea le dio un leve retorcijón, a él, que se había tomado la última vacación tres años antes en Santa Teresita y había llovido cuatro de los siete días..
En el vagón de subte, la bronca se le puso más consistente y con destino seguro. La gente subía y subía, y con la gente que subía el aire se hacía más irrespirable, el espacio más pequeño, la intimidad más atemorizante. La vieja estúpida le clavaba el paraguas inútil transformado en un arma mortal con la punta para arriba como lo llevaba. La boluda con los dos chicos gritones destinados al hacinamiento desamorado de alguna guardería. El cana con los auriculares y la mirada perdida, seguro que estaba pensando en romperle la cabeza a alguien.
Estación Pasco, ni la mitad del viaje había pasado y, no podía faltar, subió una marica con las cejas depiladas, un jean ajustado que le marcaba el orto (qué buen orto) y la manicura en los dedos llenos de anillos mas tres pulseras de oro en la muñeca. Y la negrita disfrazada de rubia que parecía que se había puesto la ropa con calzador y le meneaba las tetas pocos centímetros más debajo de los ojos haciéndolo sudar no de deseo sino de asco.
De pronto, se sintió cansado de llevar esa piedra en el pecho, ese peso que arrastraba por la vida sin saber de dónde había salido, de esa contienda declarada quién sabe cuando contra el mundo entero.
Abrió bien los ojos y se enderezó. No era tan petiso al fin y al cabo, el aire allá arriba se respiraba mejor. La muchedumbre empezó a tomar color despacito y de a pinceladas. Las bufandas marrones eran naranjas, verdes, violetas. Los gorros grises, amarillos y púrpura. El manicomio empezó a tomar forma definida, el zoológico se humanizó, la mescolanza se organizó en diversidad.
Complicado se le transformó en combinado, combinado en colega, colega en compañero, compañero en compasión, compasión en comprensión y de ahí al corazón hubo un solo paso.
Salió del vagón, subió las escaleras hasta la calle, se sacó los lentes y se frotó los ojos.
Eran las nueve de la mañana del 13 de agosto y había salido el sol.
domingo, 5 de septiembre de 2010
El Perfume
-Lo que usted busca, señora, es el perfume perfecto, y ése no es ni más ni menos que el adecuado para cada ocasión y para cada deseo-
Quien lo dice es un hombre entrado en años, de calva brillante y con un traje tal vez demasiado ajustado, sacado de un guardaropas tan entrado en años y calvo como su propietario. Sin embargo, lejos de desfavorecerlo, el chaleco con los botones a punto de reventar y el pantalón tirante le dan un juvenil aire de estudiantina, al tiempo que, contradictoriamente lo revisten de una seriedad casi mística.
La mujer, vecina cercana del medio siglo, viste con la seriedad y precisión de quien no necesita mirar lo que se pone. También entrada en carnes, lo mira con una enternecedora atención infantil. Los ojos le brillan con la intensidad del secreto y la mentira, pero mantiene las manos cerradas sobre el regazo y los tobillos cruzados.
Él continúa con su discurso.
-Si se trata del perfume del amor simple, debe tener el color de las alas de una mariposa y oler como la mañana, lleno de esperanza y luminosidad (ni piense que las mañanas lluviosas son oscuras, le conviene observarlas mejor).
En el caso de la pasión, no crea usted que la época del celo se termina jamás. Los humanos tenemos artimañas de todo tipo, y una de ellas consiste en engañar el paso del tiempo y encontrar el acompañante justo para cada momento.
Como le decía, la pasión es fuerte, pero lleva la debilidad al límite: he ahí su belleza. Sus olores son intensos y embriagadores, siempre tienen algo de ajos recién pelados y frutas del trópico. La pasión, bien llevada, es duradera y persistente y sólo los espíritus débiles están condenados a pasiones efímeras. La fogosidad, como una hoguera, alimentada con tesón puede ser interminable.
Y así huele, como algo que uno quiere abonar hasta el agotamiento.
No crea de ningún modo que el color es el rojo: sólo los tonos entre los púrpuras y los azules de las noches de verano se le asemejan. No tiene sonidos, únicamente un silencio que de tan descriptivo a veces da miedo.
La pasión, querida mía, está muy lejos de las rosas y las orquídeas y verdaderamente cerca de las flores carnívoras, es una emoción devoradora a la que debemos entregarnos minuciosamente y sin dudas. Fíjese cuánto se asemeja a la fe.
Ahora bien, señora, si su búsqueda tiene que ver con la lujuria, verá que se expone a perder todo lo que usted conoce de sí misma.
Entrará en una selva oscura y el mundo en que habitaba desaparecerá como por encanto, tal vez para no volver a encontrarlo. Tiene el olor de los animales extinguidos, el color del bosque por la noche, la textura babosa y reptante de cópulas eternas y orgasmos postergados, el ruido bestial del deseo no saciado.
Pero no se alarme tanto, tome, séquese el sudor de su frente y no apriete tanto las piernas, se hará daño de abrir así los ojos.
Veo que tal vez busca algo más sencillo, parecido a la tranquilidad del amor fraternal, sereno como el beso de un hijo, como el abrazo de un amigo.
Ese perfume es parecido a los jazmines florecidos en verano, acomodados en una gran canasta llevada por un brazo fuerte. El color ambarino reflejará en millones de suaves rayos la luz del sol del amanecer sin deslumbrarla jamás. Tiene la música de cuerdas bien pulsadas y, aunque a veces la traición se cuela en los frascos, en general la llenará de alegría y tranquilidad.
Ya ha visto, tengo una gran variedad de aromas para ofrecerle, puede elegir el que quiera y probarlo.-
Quien lo dice es un hombre entrado en años, de calva brillante y con un traje tal vez demasiado ajustado, sacado de un guardaropas tan entrado en años y calvo como su propietario. Sin embargo, lejos de desfavorecerlo, el chaleco con los botones a punto de reventar y el pantalón tirante le dan un juvenil aire de estudiantina, al tiempo que, contradictoriamente lo revisten de una seriedad casi mística.
La mujer, vecina cercana del medio siglo, viste con la seriedad y precisión de quien no necesita mirar lo que se pone. También entrada en carnes, lo mira con una enternecedora atención infantil. Los ojos le brillan con la intensidad del secreto y la mentira, pero mantiene las manos cerradas sobre el regazo y los tobillos cruzados.
Él continúa con su discurso.
-Si se trata del perfume del amor simple, debe tener el color de las alas de una mariposa y oler como la mañana, lleno de esperanza y luminosidad (ni piense que las mañanas lluviosas son oscuras, le conviene observarlas mejor).
En el caso de la pasión, no crea usted que la época del celo se termina jamás. Los humanos tenemos artimañas de todo tipo, y una de ellas consiste en engañar el paso del tiempo y encontrar el acompañante justo para cada momento.
Como le decía, la pasión es fuerte, pero lleva la debilidad al límite: he ahí su belleza. Sus olores son intensos y embriagadores, siempre tienen algo de ajos recién pelados y frutas del trópico. La pasión, bien llevada, es duradera y persistente y sólo los espíritus débiles están condenados a pasiones efímeras. La fogosidad, como una hoguera, alimentada con tesón puede ser interminable.
Y así huele, como algo que uno quiere abonar hasta el agotamiento.
No crea de ningún modo que el color es el rojo: sólo los tonos entre los púrpuras y los azules de las noches de verano se le asemejan. No tiene sonidos, únicamente un silencio que de tan descriptivo a veces da miedo.
La pasión, querida mía, está muy lejos de las rosas y las orquídeas y verdaderamente cerca de las flores carnívoras, es una emoción devoradora a la que debemos entregarnos minuciosamente y sin dudas. Fíjese cuánto se asemeja a la fe.
Ahora bien, señora, si su búsqueda tiene que ver con la lujuria, verá que se expone a perder todo lo que usted conoce de sí misma.
Entrará en una selva oscura y el mundo en que habitaba desaparecerá como por encanto, tal vez para no volver a encontrarlo. Tiene el olor de los animales extinguidos, el color del bosque por la noche, la textura babosa y reptante de cópulas eternas y orgasmos postergados, el ruido bestial del deseo no saciado.
Pero no se alarme tanto, tome, séquese el sudor de su frente y no apriete tanto las piernas, se hará daño de abrir así los ojos.
Veo que tal vez busca algo más sencillo, parecido a la tranquilidad del amor fraternal, sereno como el beso de un hijo, como el abrazo de un amigo.
Ese perfume es parecido a los jazmines florecidos en verano, acomodados en una gran canasta llevada por un brazo fuerte. El color ambarino reflejará en millones de suaves rayos la luz del sol del amanecer sin deslumbrarla jamás. Tiene la música de cuerdas bien pulsadas y, aunque a veces la traición se cuela en los frascos, en general la llenará de alegría y tranquilidad.
Ya ha visto, tengo una gran variedad de aromas para ofrecerle, puede elegir el que quiera y probarlo.-
domingo, 22 de agosto de 2010
Los muchachos con la crisis
Silencio.
Dos locas de remeras ajustadas que delatan corpiños armados y puntiagudos, de polleritas tubo ajustadas largas hasta las rodillas, de tacos ruidosos y de cabezas envueltas en pañuelos de seda barata estridente que les ajustan los enormes ruleros, llegan del brazo al escenario.
Tienen sonrisas torcidas de lumpenaje antiguo clavadas en las bocas pintadas. Una lleva un cigarrillo encendido en la mano derecha. La otra, una percha con la camisa recién planchada del fiolo en la izquierda.
Se miran entre sí, entrecierran los ojos y sondean al público. Comentan sin ninguna intimidad, como hace la gente de barrio:
-Lucy-
-Beti-
-Mirá Lucy, ése es goi-
-No Beti, es gay-
-¡Hombre con hombre!-
-¡Mujer con mujer!-
-Y mirá allá, ¡un hombre y una mujer juntos!-
Con un estudiado promenade de danza clásica, siempre del brazo como paseaban las chicas de antes y haciendo volar la camisa y la ceniza del cigarrillo, arrancan a capella con el tango Los amores con la crisis. Cantan fuerte y claro, con un placer tan poderoso que enmudece al público. Las manos que buscaban los vasos se aquietan, las miradas se fijan en el escenario. Nadie quiere espantar el momento mágico.
El cuadro parece no haber empezado nunca y tampoco tiene final. El tango -en realidad una ranchera del año treintaycuatro- se diluye en un nuevo diálogo de barrio. Las chicas se bajan del escenario como llegaron: haciendo sonar los taquitos en las baldosas del piso del bar durante los veinte pasos que las separan del improvisado camarín en un depósito de bebidas y siguen comentando a viva voz. Se van como llegaron, con el cigarrillo y la camisa recién planchada.
Son una postal viva de la mujer porteña, esa mezcla rara de Tita Merello y Annie Lennox, un salto al vacío entre el empedrado y el asfalto, una belleza de camisón y pantuflas pero con la cara bien arreglada que siempre me despertó ideas sobre la extraña relación entre el varón porteño y su mamá.
Tampoco terminarán el último comentario.
Es que Batato llega al escenario ignorándolas y nervioso, muy nervioso. Cuenta la historia de un muchacho enfermo reflexionando sobre el origen de sus dolores. No sabe si el mal está en los pies o en la cabeza y su vida transcurre en eternas visitas al traumatólogo y al sicólogo, de Chacarita a Barracas, de Barracas a Chacarita…
Ya les cuento.
Dos locas de remeras ajustadas que delatan corpiños armados y puntiagudos, de polleritas tubo ajustadas largas hasta las rodillas, de tacos ruidosos y de cabezas envueltas en pañuelos de seda barata estridente que les ajustan los enormes ruleros, llegan del brazo al escenario.
Tienen sonrisas torcidas de lumpenaje antiguo clavadas en las bocas pintadas. Una lleva un cigarrillo encendido en la mano derecha. La otra, una percha con la camisa recién planchada del fiolo en la izquierda.
Se miran entre sí, entrecierran los ojos y sondean al público. Comentan sin ninguna intimidad, como hace la gente de barrio:
-Lucy-
-Beti-
-Mirá Lucy, ése es goi-
-No Beti, es gay-
-¡Hombre con hombre!-
-¡Mujer con mujer!-
-Y mirá allá, ¡un hombre y una mujer juntos!-
Con un estudiado promenade de danza clásica, siempre del brazo como paseaban las chicas de antes y haciendo volar la camisa y la ceniza del cigarrillo, arrancan a capella con el tango Los amores con la crisis. Cantan fuerte y claro, con un placer tan poderoso que enmudece al público. Las manos que buscaban los vasos se aquietan, las miradas se fijan en el escenario. Nadie quiere espantar el momento mágico.
El cuadro parece no haber empezado nunca y tampoco tiene final. El tango -en realidad una ranchera del año treintaycuatro- se diluye en un nuevo diálogo de barrio. Las chicas se bajan del escenario como llegaron: haciendo sonar los taquitos en las baldosas del piso del bar durante los veinte pasos que las separan del improvisado camarín en un depósito de bebidas y siguen comentando a viva voz. Se van como llegaron, con el cigarrillo y la camisa recién planchada.
Son una postal viva de la mujer porteña, esa mezcla rara de Tita Merello y Annie Lennox, un salto al vacío entre el empedrado y el asfalto, una belleza de camisón y pantuflas pero con la cara bien arreglada que siempre me despertó ideas sobre la extraña relación entre el varón porteño y su mamá.
Tampoco terminarán el último comentario.
Es que Batato llega al escenario ignorándolas y nervioso, muy nervioso. Cuenta la historia de un muchacho enfermo reflexionando sobre el origen de sus dolores. No sabe si el mal está en los pies o en la cabeza y su vida transcurre en eternas visitas al traumatólogo y al sicólogo, de Chacarita a Barracas, de Barracas a Chacarita…
Ya les cuento.
martes, 10 de agosto de 2010
Ésto no es Rithm & Blues
Lo conocí en ocasión de alquilar un departamento de un ambiente dividido del que era inquilino. La cita fue en el mismo departamento.
Charlamos un rato y mientras hablábamos observé columnas interminables de revistas de los ´50, y aunque más tarde me enteraría de que las revistas habían venido con la casa, el hombre, que siempre supo aprovechar las oportunidades, se dio aires de coleccionista.
Tomé un viejo ejemplar de Selecciones del Reader´s Digest (publicación que había acompañado con sus historias y copetes gran parte de mi infancia) y cuando lo abrí una firma en la primera página me llamó la atención: era la de mi madre. La vuelta al mundo había dado el dichoso librito, leído por mamá y comprado de segunda mano en alguna feria de usados décadas mas tarde por ÉL. Tomé el hallazgo (entre cientos de revistas desparramadas por todo el lugar me fui derechito a ésa, justo a ésa) como una señal pero no hice comentarios.
Sobre el departamento no hay mucho para decir, salvo que pasó ilegalmente a mis manos mediante un subarrendamiento y que tenía el inodoro tapado.
Estaba cantado: nos hicimos novios.
Aún con la intimidad que nos dieron los años (no fue un noviazgo breve) ÉL siempre conservó su postura de esfinge insondable, avalada y –quién sabe- tal vez originada por su tamaño un poco mamotrético: una persona tan visible tenía que hacer algo para pasar desapercibida.
Tenía algo de gurú en eso de mirar un poquito más arriba de los ojos pero debajo de las cejas, un airecito de meditador, de secretos inconfesables y conocimientos únicos, un algo que lo ponía al margen de la humanidad.
Pero era un hombre, y la dicotomía entre su postura y la realidad fue cortando sus lazos con el mundo bajo el peso de los años.
Me contó que era hijo adoptivo, y que sus padres adoptivos habían muerto cuando tenía dieciséis años. Un hombre sin pasado tallando una imagen en el presente, todo muy adecuado para la filosofía de los ochenta.
Yo le creí a medias –no sé porque algo me sonaba raro-, pero en todo caso y por si acaso no lo dije. Perderlo por una duda hubiera sido imperdonable.
ÉL trabajaba en una disquería y tenía grabada en casetes TDK la más imposible colección de música, sonidos inconfundibles y sin autor, ya que para mantener el misterio ËL no escribía nada en las cajitas. Y también tenía un reproductor, así que lo que le faltaba de sexi le sobraba por otro lado y para mí era suficiente. Creo que, además, lo quería.
Claro, acabó dedicándose a la música y grabó un disco poco exitoso pero casi de culto.
Alguien lo tomó bajo su ala y se transformó en su mecenas, con lo que paulatinamente pudo dejar de trabajar y de veras que después de muchas revisiones hizo ese disco precioso.
Fue este medio manager medio padre quien dijo un día refiriéndose a ÉL –La esquizofrenia es una enfermedad muy difícil-.
Del final, sólo recuerdo que empecé a alejarme y una noche se suscitó la escena de las tijeras.
Yo me iba y ÉL quería que me quedara, así que agarró unas tijeras y me dijo que si gritaba o hacía un movimiento me las clavaba ahí mismo. La toma de rehenes duró un par de horas, hasta que me hice de las tijeras con el pretexto de hacerle un lindo corte de pelo y pude salir del maldito apartamento temblando de miedo pero sana y salva. Salí del departamento y también de su vida para siempre: solamente crucé la puerta que cerré con suavidad y bajé las escaleras corriendo.
El tiempo, que todo lo cura y ennoblece, transcurrió como pudo hasta nuestros días.
La vida –insondable- me trajo hasta aquí y andaba hace unos días dando vueltas por la oficina cuando ví que un hombre me miraba fijamente. Lo hacía de un modo muy particular, un poco más arriba de los ojos y debajo de las cejas.
Un piso más arriba caí en la cuenta de que era Él.
Bajé al rato, todavía preguntándome cómo no me había saludado cuando lo ví otra vez y lo llamé con un grito por su nombre.
Pero Él pegó la media vuelta (…y se fue con el sol, cuando muere la tarde…) ignorándome y creo que esto es todo para siempre.
Como les decía, ver el sentido de la trama no es para humanos. Y vivirla para algunos, es mucho.
domingo, 25 de julio de 2010
Strip Tease (la era preyoli)
Bailaba danza contemporánea en el ballet ciclos, de Alicia Orlando, y habíamos conseguido que la Municipalidad nos diera un espacio para bailar folklore latinoamericano en San Telmo los domingos por la tarde, pero era ad honorem (cultura sí, platita no) y las cuentas pasaban por debajo de la puerta de mi departamento sin preguntar si podía pagarlas.
Mi enorme imaginación me dio la respuesta: debía comprar el diario y buscar trabajo. Y ¡aleluya!, los avisos pidiendo bailarina eran muchos.
Con el uniforme de guerra –medias can can rosa, pollera escocesa hasta las rodillas, buzo blanco y zapatitos abotinados negros- me apersoné en la dirección anunciada, Talcahuano a pasitos de Corrientes.
No era, evidentemente, un teatro. Descendí la escalera con el diario bajo el brazo y cargando el enorme bolso de bailarina –lleno de todo lo que podría necesitar en el largo día de peregrinación por clases y ensayos- y a medida que bajaba hacia una ciudad que no conocía el vaho subía: una fetidez inconfundible y ácida, mezcla de cigarrillos apagados, alfombra sucia, licor barato y mugre.
Y no, no era ni un teatrito. Era un puticlub, un cabarute llamado Shaila, en el que me recibió el dueño, un señor altamente desprolijo, que rápidamente me explicó que eran tres entradas por noche, la paga y me pasó con el encargado del local, aún más siniestro y expeditivo en sus dichos. Flaco y alto, con unos anteojos de vidrios como culos de botellas enmarcados en plástico marrón, me advirtió sobre la regla de oro: no confraternizar con las otras bailarinas y mucho menos con las chicas de sala, y me transfirió con el coreógrafo, una marica pasadita de años que debía ganarse el jornal poniéndome una coreografía, cosa que decliné amablemente y pasé a subirme a la tarima que hacía las veces de escenario, poner la música –el bolso incluía grabador y cintas- y mostrar todas mis habilidades. Cerramos en un playback de Rita Lee seguido del eterno streep tease con Melody de los Stones.
Me preguntaron si tenía conchero y seguramente por mi cara se dieron cuenta de que no sabía de qué estaban hablando, así que pasaron a explicarme que se trataba de una pequeño trapito con unas ataduras de elástico que cubrían la conchita (de ahí su delicado nombre) ajustadamente dejando ver sólo lo que se debía ver, que era todo los demás.
Debo reconocer que el primero me lo hice mal, con lo cual la conchita que debía permanecer lejos de la vista del público quedó completamente exhibida durante la primera función, por lo que me mandaron una copera experimentada para resolver la cuestión, y felizmente nuevo conchero y conchita se quedaron en su lugar como dios manda.
Las noches encerrada allí eran eternas. En el camarín, en el fondo del salón y separado de éste por una cortina negra, compartía el rato con una selección dantesca de mujeres. Las había con pocos dientes y llenas de hijos que iban a ganarse el pan, las esposas de presos que tenían que mantener ambas familias (la propia y la del preso), las jovencitas esculturales recién llegadas de alguna provincia inundada que preferían desnudarse a limpiar casas, las putas viejas de tetas y traste flojos y sin ganas de seguir cogiendo por monedas, las chicas de las villas creídas de que estaban comenzando una promisoria carrera como vedettes, el inefable asistente –uno más entre las mujeres-, que recogía y nos devolvía la ropa que nos quitábamos, encorvado y rengo, el pelo sucio pegado al cráneo, tartamudo, desdentado y pajero, y yo, que como les conté, los domingo llegaba en mi bici de bailar folklore, con galletitas de cereal y un litro de leche para pasar la noche.
La historia fue breve: una de las chicas se percató de que yo podría aconsejarla mejor que el coreógrafo oficial y nos encontramos a tomar un té en la esquina antes de entrar. Nos vieron. Nos suspendieron sin paga y fue suficiente: no volví a entrar jamás en un piringundín, pero seguí haciendo el strip para siempre.
Cuadros que laten
Gloria y yo en estas dos fotos de Olkar Ramírez.
El cuadro se llamaba Frisco, una arenosa garganta tipo Tom Waits desgranaba una canción de amores perdidos. Luego de eso, yo hacía un fallido streep tease con Melody, de los Stones. Lo más extraño, como siempre, es lo que no se sabía: el streep era tal cual lo había hecho pocos años antes en un cabaret, solo que entonces no podía ser fallido, mi querido público no lo hubiera aceptado
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