Como todas las mañanas dejó su casa para ir a trabajar.
Hacía frío y no pensaba en nada.
En la calle, la fauna cotidiana y el tránsito eran invisibles.
Pero vio las interminables filas de carteles, afiches, volantes, paradas de ómnibus, quioscos de diarios con portadas fulminantes, radios encendidas, ofertas, créditos, oportunidades, teles de bar, tantas cosas para desear, que el pecho se le frunció un poco de desesperanza.
No vio a los tres tipos que todavía dormían en la vereda tapados con cartones ni al pibito descalzo tan apurado que casi lo atropellan, pero se apenó porque su celular no pasaba música, le dio rabia la foto del crucero que no iba a hacer con esa gente bronceada, sonriente y tranquila bebiendo daikiris bajo la luz del sol del caribe, le volvieron las ganas del plasma enorme aunque no hubiera nada para ver, la envidia casi le provocó una náusea cuando el auto último modelo con el cabrón acicalado acompañado por una mina más último modelo que el auto que le tocaba la pierna le paró a cinco centímetros, porque tenía el cuello del saco levantado y la bufanda tan enroscada que no miró bien si podía cruzar, la rabia le reptó ácida cuando se acordó que no tenía reloj porque se lo habían robado una semana atrás junto con las fotos de los chicos y los veinte pesos que tenía en la billetera de tela de avión que sí pudo comprar en la calle cuando le robaron la anterior, la mirada al cartel de los descuentos para viajeros frecuentes de una línea aérea le dio un leve retorcijón, a él, que se había tomado la última vacación tres años antes en Santa Teresita y había llovido cuatro de los siete días..
En el vagón de subte, la bronca se le puso más consistente y con destino seguro. La gente subía y subía, y con la gente que subía el aire se hacía más irrespirable, el espacio más pequeño, la intimidad más atemorizante. La vieja estúpida le clavaba el paraguas inútil transformado en un arma mortal con la punta para arriba como lo llevaba. La boluda con los dos chicos gritones destinados al hacinamiento desamorado de alguna guardería. El cana con los auriculares y la mirada perdida, seguro que estaba pensando en romperle la cabeza a alguien.
Estación Pasco, ni la mitad del viaje había pasado y, no podía faltar, subió una marica con las cejas depiladas, un jean ajustado que le marcaba el orto (qué buen orto) y la manicura en los dedos llenos de anillos mas tres pulseras de oro en la muñeca. Y la negrita disfrazada de rubia que parecía que se había puesto la ropa con calzador y le meneaba las tetas pocos centímetros más debajo de los ojos haciéndolo sudar no de deseo sino de asco.
De pronto, se sintió cansado de llevar esa piedra en el pecho, ese peso que arrastraba por la vida sin saber de dónde había salido, de esa contienda declarada quién sabe cuando contra el mundo entero.
Abrió bien los ojos y se enderezó. No era tan petiso al fin y al cabo, el aire allá arriba se respiraba mejor. La muchedumbre empezó a tomar color despacito y de a pinceladas. Las bufandas marrones eran naranjas, verdes, violetas. Los gorros grises, amarillos y púrpura. El manicomio empezó a tomar forma definida, el zoológico se humanizó, la mescolanza se organizó en diversidad.
Complicado se le transformó en combinado, combinado en colega, colega en compañero, compañero en compasión, compasión en comprensión y de ahí al corazón hubo un solo paso.
Salió del vagón, subió las escaleras hasta la calle, se sacó los lentes y se frotó los ojos.
Eran las nueve de la mañana del 13 de agosto y había salido el sol.
martes, 14 de septiembre de 2010
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...y mis ojos se abren.... es doloroso; pero solo será hasta que ellos, se acostumbren a la luz...
ResponderEliminarmuy bueno!!!
zen zacional!
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