Los Yolis después de las fotos de Olkar Ramírez

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domingo, 19 de septiembre de 2010

Pietro Salemme (corazón latiendo)

Destinado por quién sabe qué angélicos designios, debió luchar por ser quien era desde su mismo nacimiento.

Su padre quería llamarlo Pietro, pero la justicia –en manos de los empleados de algún registro civil- decidió que tal nombre no estaba permitido y tampoco se permitiría, así que el viejo se tuvo que conformar y acercarse a lo posible: lo llamó Salvador y le puso al lado el Pedro que al menos sonaba parecido.

Maricón, le decían en el colegio. Pero no podía volver llorando a casa a contarle a papá, el tano lo habría mirado con un desprecio parecido al de la escuela. Tenía que tragarse las lágrimas o llorar a escondidas, que al fin y al cabo es lo mismo: le quedó el estómago hecho trizas pero no por eso dejó de ser gay.
Hay que estar.

Después de no poder tener el nombre que tenía que tener ni ser lo maricón que tenía que ser (aunque verán que conserva ambas virtudes, a pesar de todo), le enviaron otra prueba de coraje y hombría: Pietro se puso a escribir historias desde que tuvo un lápiz en la mano. No hacía dibujitos ni garabatos: contaba cuentos.
Él dice que no tolera la idea de que algo sea olvidado, pero también piensa –mesándose la barba nada imberbe- que tal vez no quiera olvidarse de nada y por eso lo escribe.
Y por las dudas lee todas las historias contadas por los demás y guarda todos los objetos abandonados por los demás, no sea cosa que quede sin recordar un abrazo, una ilusión, una copia ni una mesita. No sea cosa que la memoria (incluso la de un insignificante cuadrito de una señora con pañuelo en la cabeza comprado en una venta de garage por dos pesos) se extravíe y alguna historia quede sin contarse y recordarse.

Tan absorto estaba escribiendo historias que debían ser contadas, que se olvidó de estudiar para el colegio y repitió el año.
El padre sentenció –Ahora no escribís más-.
Claro que el joven Pietro, lejos de ser sumiso, ya había adquirido cierto entrenamiento para ser y hacer todo lo que le decían que no podía.
Además, y por sobre todas las cosas, debía escribir.
Así que se montó un escritorio de mentirita en el patio de la casa familiar, se llevó las biromes y los cuadernos necesarios para pernoctar por si la toma del patio se extendía , y por toda protesta se puso a escribir allí sentado, a la vista de todos y desafiando abiertamente el mandato paterno.
Los padres se lo encontraron en su campamento literario cuando salían. Él escribía sin parar y ni los miró.
Se fueron, los viejos, arregladitos como estaban de compras para el almacén y cargando con su resignación. No había caso: de escribir no iba a parar tampoco.

Pietro es memorioso, pero escribe y junta por las dudas. Selecciona y archiva, y aunque se olvide de dónde guardó el archivo, como tiene todo guardado algún día lo encontrará.
Y para buscar debe pasearse entre sus muñecos desmembrados, valijas llenas de todas las páginas que escribió, programas de los espectáculos a los que asistió, notas, cintas VHS, muebles de peluquería, redes de pesca, sillones obsequiados cuyos colores detesta, cajas de sombreros, abrigos de peluche rosa mazapán, muñequitos de chocolate Jack, remeritas de su infancia Parchís, afiches imposibles, recuerdos que nadie recordaría si él no lo hiciera y claro, libros y mas libros (los recuerdos que otros ya recordaron y le aliviaron el trabajo).

Pero además, Pietro es un hombre bello que parece resguardarse de su belleza (ay, es que toda la gente dice que la belleza es un atributo femenino, se asombra) detrás de una barba y un bigote sin los que se siente desnudo.
Pero no sólo la belleza ésa le tocó. También tuvo la suerte –aunque le duela el estómago y la desilusión lo enferme y piense en lo horrible de tragarse no sé cuántos metros de cable para que te miren la panza y te la filmen (no te preocupes querido, estamos cerca de los realities endoscópicos)- decía que tuvo la suerte de ser un creador, con todo lo indefinible que crear pueda ser en una sola vida, con un solo cuerpo, con una sola sociedad albergando a una sola familia para elegir por vez.

Y no me recibiría si, desconfiado como es, no tuviera una gran confianza en sus instintos, su gata vieja –a la que quiero recordar como Rafaella porque suena a la Carrá- y su perra sorda.
Y no lo haría, es evidente, con una torta de merengue ni con crema chantilly y muchos menos comprada hecha. De ningún modo. Pietro hace sus tortas con nueces pecan recogidas por él mismo y frutillas frescas, te va a buscar a la estación sin ninguna duda de que va a reconocerte –en todo caso le chiflás a los perros y si uno no se da vuelta el dueño es Pietro- y te acompaña todo el viaje, de ida y de vuelta.
Y no está solo. Contra todas las predicciones, el muchacho está acompañado por un joven tímido pero con la agudeza de un halcón.

Pietro eligió, aunque más no sea porque era lo único que podía hacer, una vida, unas cuantas luchas y unamemoria puntillosa e imbatible.
Eligió el coraje de vivir siendo quien es aunque cada vez que quiera ser algo todos quieran impedírselo únicamente porque es su destino.

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