Los Yolis después de las fotos de Olkar Ramírez

Los Yolis después de las fotos de Olkar Ramírez
La foto que más me gusta (Doris Night, Tino Tinto, Divina Gloria, Dennis Pannullo y Ben Gala)

viernes, 18 de junio de 2010

El Gran Señor Micozzi (los corazones siguen latiendo)



Noche de sábado, es el indeciso otoño de 2010.
En calle Corrientes varios elencos se esfuerzan repartiendo volantes. Y en la esquina de Rodriguez Peña un megáfono anuncia otra (LA) función.

El teatro Moulin Bleu es un cine porno devenido en teatroconcert. Se le nota el pasado en el foyer estrecho (nadie quiere hacer sociales en la boletería de un cine porno) y en la sala, de escenario bajo y ancho, justo del tamaño de la pantalla de cine donde otrora se proyectaban las imágenes que agitaran manitos y entrepiernas, redecorando el lugar con las estalactitas de semen invisibles a las que el mismo Pablo hace referencia más tarde. Nada de escabroso ha quedado en este espacio acogedor y bonito, aunque la sensación de que en cualquier momento aparecerán en el escenario los efebos prodigándose su afecto o la bataclana somnolienta es vívida.
Pero no.
Ni los jóvenes musculosos y calientes ni las piernas vedetustas envolviendo el caño.
Lo que aparece es el tremebundo Señor Micozzi surfeando un duende amenazante que con sazón galaica sentencia: los espectadores después de hoy nunca, pero nunca más querrán ir al teatro.

Parte entonces el vuelo rumbo al lado más bestia de nuestra sociedad, piloteado naturalmente y en todo el sentido de la palabra, por el comandante Micozzi.
La escenografía es escueta, los objetos –coleccionados, elegidos y reavivados- contados con los dedos de las manos. El vestuario sólo un poco más amplio que la escenografía pero tan cuidado como los objetos, en algunos casos altamente descriptivo y en otros diametralmente antagónico. Veo la mano de Tino Tinto (director artístico) en el sereno pulido de la gema.

Las armas del comandante (entre las que no falta ni sobra nada), son su propia humanidad , que muestra y deforma y transforma en esa cosa que tiene de no mostrar la belleza ni ridiculizar la deformidad, y las palabras, que arrasan a la audiencia a la velocidad de la luz y siempre ajustadas como un guante.
Pablo usa muy bien el lenguaje, eso está claro, pero tiene guardada en el bolsillo derecho de su mente maligna un arma aún más letal: el silencio, que aprovecha, como la segunda daga de un guerrero, dejándonos suspendidos y sin aliento. Si hablando te enmudece, silenciando te compromete de tal modo que quedás al borde de tu propio abismo.

En el trayecto entre lo desopilante y la ternura más íntima, casi de mesita de luz, Micozzi se detiene en todos los estados posibles, descarnándolos de a uno con prisa y sin pausa.
No hay cinismo y no hay burla. La risa que provoca tiene mucho de exorcismo y remedio.
La emoción final del espectador es definitiva. Así como el blanco es la síntesis de todos los colores, el júbilo sintetiza el gran paseo emotivo del Señor M.

Describir los personajes de la fauna urbana que desfila por el escenario de la mano del almirante es una tarea desatinada, porque no vale contar lo que hay que ver.
Pero hay que aclarar algunos puntos: después del Rey Lumpen, mis viajes en tren nunca serán lo mismo. El furgón albergará a partir de ahora amenazantes mellizos de Micozzi con sus churros encendidos. Después del portero antiputo, todos los porteros serán para mí locas solapadas. Desde de la cheta, todas las rubias taradas son nazis incondicionales. El Payaso Mico me sumirá en la depresión cada vez que vea un payaso (la Barbie Cadáver me provoca tener una sobrinita). Estar con el Hincha, me hará reir de mi patria futbolera y cantarle a la hinchada en terapia. El nerd hace que cada vez que me acerco a una pc se me ponga la piel de gallina hasta el alivio de la melodía de microsoft.
En síntesis, la excomúnica del primer cuadro se vuelve realidad: después del Señor Micozzi una parte mía se ha perdido transformada en lo más brutal de mi ciudad.

El comienzo es tibio pero no tímido.
La cosa se va enardeciendo hasta llegar a decibeles de hilaridad bestial. Los espectadores quedan al borde de las sillas sin remedio. Intentan mantener las formas pero no es posible. Querés subir al escenario, abrazarlo, agradecerle, llevártelo a casa para preguntarle cómo hace para sacarle una sonrisa a la miseria y una lágrima a la normalidad. Hasta los más fogueados (yo lo he visto, se los juro) quedan despeinados de tanto reírse.

Micozzi lee el mundo en un viaje con sentido y significado.
Los cuadros parecen sucederse unos a otros sin conexión aparente, pero no se dejen engañar, es otra trampa de Pablo para que creamos que todo es muy ligero y sólo se trata de teatro ácido. Nos engatusa para bestializarnos.
Tan seguro está del éxito de su estrategia que se permite el lujo de corregirse sobre la marcha ensartando en medio de una parrafada sin respirar un revelador “uy, qué quilombo que es esto”.

Pero mientras creemos que esta mirada de nuestra ciudad es sólo una farsa, comienza a filtrarse inadvertidamente el personaje mayor: el mimísimo Pablo Micozzi reflexionando sobre su trabajo como una babushka dentro de otra, pensando en sus propias reflexiones escénicas en un interminable diálogo consigo mismo.

No le demos mas vueltas. No detallemos mas.
Se trata del Bestial Sr. Micozzi hablando del Lado Más Bestia de la Vida.

3 comentarios:

  1. Uy, sí, ahora que la releo me gusta cada vez más ¡y el trabajo que me dió describirlo al Mico! Mañana me voy a verlo de nuevo.

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  2. Realmente, está todo muy bien escrito, pero este artículo es de una factura excelente.

    Fatima

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